POLIMENILANDIA


Ante todo, bienvenidos, todas y todos.


Este es un jardín de buenos momentos, un archivo tal vez arbitrario del trabajo diario en los medios de comunicación.


No está todo: apenas piezas --notas, conversaciones, entrevistas, programas--- del rompecabezas que se va armando en el día a día.


Que lo disfruten.













miércoles, 5 de diciembre de 2012

El cantor que fraseó para la eternidad



El cantor que fraseó para la eternidad

Por Carlos Polimeni. Miradas al Sur.




Un recuerdo del Polaco Roberto Goyeneche, que murió a fines de agosto de 1994 pero seguirá por siempre cantando con un estilo repleto de clase.


En la era de oro de la radio, aquel pibe de Saavedra soñaba una y otra vez con convertirse en un cantor de tangos famoso, con la complicidad de una madre que lo había criado colmándolo de afectos, sobre todo luego de la muerte temprana del padre. Escuchaban juntos programas inolvidables, y él se animaba a cantar sobre los cantores que salían de los pequeños parlantes de la radio a válvulas, mientras María Elena cocinaba, lavaba, planchaba, ordenaba. “Ahí hay una coma, respétela”, le gritaba a veces, siempre pendiente de las letras, mientras el hijo se esforzaba por desentrañar los misterios del género. Un desconocido muchacho rubio y pecoso, nacido por accidente en un pueblo entrerriano pero devoto de un barrio de modales antiguos, empezaba a forjar un estilo único, aunque nadie podía saberlo por entonces. Su madre, que profesaba el amor por la literatura, estaba enseñándole a descubrir que no se puede, ni se debe, cantar por cantar.
En una casa sin padre desde sus cinco abriles, el pibe salió a trabajar temprano, primero en un estudio jurídico, luego en un taller mecánico, al que ingresó como aprendiz. El tiempo pasó lento, como los pocos autos que se animaban por las calles empedradas del norte de la Capital Federal, donde vivía, lejos del centro, siempre pendiente de los partidos de Platense. A los 18 años, alentado por sus amigos, entre ellos los compañeros en el taller, donde había llegado a ser “Medio oficial”, se presentó a un concurso de tango, organizado por un programa exitoso de radio. Lo ganó y ése fue su primer paso hacia un trabajo como cantor: flaco y desgarbado ingresó a la orquesta del maestro Raúl Kaplún. El pibe rubio –por entonces en el barrio le decían Canario–, que jamás había considerado la posibilidad de una carrera en serio como artista, se vio metido en un mundo que desconocía: la orquesta concretaba un promedio de 30 presentaciones mensuales en bailes y piringundines bailables, pero lo que ganaba era apenas al equivalente a un sueldo bajo de empleado de contaduría. Una cosa eran las experiencias que había vivido con sus amigos en los cabarets y boliches, y otra el mundo de los trabajadores del negocio del espectáculo. Trabajar en la noche era mucho más sacrificado de lo que nunca había imaginado. Y la noche estaba, además, llena de vicios.
Un poco después de los 20, el pibe Roberto Goyeneche no quiso saber más nada con el trabajo de cantor de una orquesta más. Pensó: me voy a convertir en un mediocre si nadie me exige. En un artista taxi, de esos que bajan la bandera, se quedan callados, cobran por su trabajo, les guste o no, y siguen soñando en silencio con una oportunidad que nunca llega. Total, con el dinero que había ahorrado ya le había comprado un tapado de astracán a su madre, que de tan orgullosa lo usaba incluso en verano. Bajó dos escalones y renunció a la profesión artística, para dedicarse a trabajar como taxista en serio, manejando un coche que le había comprado un tío solidario. Además, se enganchó como colectivero, porque un solo trabajo no alcanzaba para mantener la casa. El mundo de los músicos profesionales le había quemado el cerebro. Estaba amargado y resentido con las mediocridades del medio. A los amigos les decía: “Si vuelvo a cantar en una orquesta, será si me llama Pichuco”. Era lo mismo que si un jugador que recién hubiese hecho sus primeras armas en Platense se hubiera retirado soñando con ser convocado un día porque sí a la Selección Nacional.
Varios años después de aquella decisión –que había tranquilizado a su madre, centro de su vida– le ofrecieron trabajar en la orquesta del maestro Horacio Salgán, a través de un representante al que conocía del barrio, su amigo Justo José Otero. El autor del revolucionario A fuego lento buscaba reemplazar a Horacio Deval y rearmar el rubro con Ángel Díaz. Goyeneche, que estaba alejado del “ambiente” escuchó un disco con dos temas de esa orquesta y dijo que sí. “Me gustaron esos arreglos japoneses, raros, refinados”, explicaría mucho después. Díaz lo bautizó como El Polaco, impresionado por su pelo, largo para la época, y rubio. Los inmigrantes polacos habían sido más que frecuente en el ambiente caldeado del Buenos Aires del tango prostibulario de principios del siglo XX. Con la orquesta del genial Salgán grabó diez temas, concretó actuaciones importantes en radios y clubes nocturnos, y se dio cuenta de que había un tango diferente a aquel domesticado que parecía haberlo vencido cuando era más pibe. Que la Guardia Vieja era definitivamente Vieja y que hacían falta otras vanguardias. Que podía encarnar el modelo de una Nueva Guardia entre los cantores.
Tenía 30 años, cuando lo convocaron en 1956 para tocar en la Orquesta de Pichuco, que al conocerlo había dicho que parecía un cowboy, no un cantor. Entre ambos hubo, sin embargo, un flash. Se adoptaron como amigos y compañeros de andanzas. La Orquesta de Troilo le permitió aunar su gusto por los arreglos diferentes y arriesgados con la popularidad, las luces del centro y las aventuras noctámbulas. Con el respaldo de Troilo pudo llevar adelante la aventura de fundar un estilo, a partir de la estirpe gardeliana de su formación, pero teniendo en cuenta su natural tendencia a ser un músico que cantaba, no un cantor más. Se animó a mucho más de lo que había intentado el recordado Angelito Vargas: hizo del fraseo una herramienta permanente de trabajo. Frasear –jugar a retrasar o adelantar el tempo en que se canta, para coincidir luego con la música, jugueteando con el acompañamiento– lo convirtió en un referente único, admirado por millones y denostado por aquellos que no entendían que allí estaba gestándose una revolución.
En el jazz el rubato y el scat eran habituales, y eso maravillaba en Louis Amstrong, por ejemplo, pero en el tango eran vistos como una rareza, sobre todo en la era del triunfo de las orquestas bailables, cuando los músicos muchas veces estaban (sólo) al servicio de los danzarines. De Troilo egresó solista, una profesión que no tenía demasiados antecedentes exitosos y que le valió halagos y desventuras económicas importantes. La noche se pobló de sus anécdotas y amistades, se forjaron leyendas y rivalidades, el tango fue cambiando y su mundo de repercusión fue volviéndose cada vez más angosto. La edad de oro había terminado. Pocas de las estrellas del pasado sobrevivirían, la mayoría de ellas transformándose en algo muy diferente a lo que eran. Goyeneche se las arregló para seguir vigente mientras el mundo que conocía se desplomaba a su alrededor.
Grabó más de mil temas, convirtiéndose en vehículo central de ciertos repertorios, en un viaje que lo llevó desde los clásicos gardelianos hasta los registros de avanzada de la poética de Homero Expósito (entre ellos, clásicos actuales como Afiches, Maquillaje Naranjo en flor y Chau, no va más). Grabó, incluso, con Astor Piazzolla, con el que cumplió una temporada en un teatro de Buenos Aires, y fue tentado docenas de veces para hacer giras mundiales, por empresarios a los que solía decirles no sin revelar que en realidad se sentía mal lejos de Saavedra, de los dos boliches que frecuentaba. Existen centenares de opiniones sobre sus mejores interpretaciones, pero hay versiones suyas (las de Malena, Pompas de jabón, Nieblas del Riachuelo, Garúa, Gricel, Romance de barrio, Desencuentro, Canción desesperada, Sin palabras, Tú, En esta tarde gris, entre otras) que parecen, para siempre, inmejorables. Se rodeó de músicos y arregladores que jamás lo olvidarán, ni olvidarán que tuvieron el honor de compartir sus días, sus arrebatos y melancolías. Es obvio que hay un abismo entre su potencia y garbo cuando grabó con Troilo La última curda y su versión crepuscular y papeada de Viejo ciego, pocos días antes de su muerte, y que en el medio hubo una decadencia importante de sus recursos, pero la verdad es que el Polaco siempre fue grande, aún cuando renqueaba de la garganta o no tenía aire, acaso pagando un tributo a sus excesos de entusiasmo por la vida.
En los años ’80, en Estados Unidos, grabó un disco muy arriesgado (hizo temas clásicos como Volver y Sur, pero también perlas no tangueras como Gracias a la vida, de Violeta Parra; Como la cigarra, de María Elena Walsh, y Los ejes de mi carreta, de Atahualpa Yupanqui), con arreglos de Carlos Franzetti (pianista y compositor argentino de jazz radicado allí) que lo rodeó de un ropaje sonoro inspirado en el mundo de Frank Sinatra. Su trabajo como actor en 1987 en Sur, de Pino Solanas, le permitió empezar a relacionarse con el público de generaciones alejadas en general del consumo del tango, de las que fue un referente tardío. Cuando murió, la fría tarde del sábado 27 de agosto de 1994 era para todo el mundo el cantor vivo más importante de la historia del tango. Catorce años después, su estatura artística no para de crecer. Y son docenas los cantantes que frasean, que buscan, que encuentran, que se equivocan, que siguen, que mantienen viva la llama.

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