POLIMENILANDIA


Ante todo, bienvenidos, todas y todos.


Este es un jardín de buenos momentos, un archivo tal vez arbitrario del trabajo diario en los medios de comunicación.


No está todo: apenas piezas --notas, conversaciones, entrevistas, programas--- del rompecabezas que se va armando en el día a día.


Que lo disfruten.













miércoles, 9 de enero de 2013

Carpani, Doris, Espartaco, Cristina




Carpani, Doris, Espartaco, Cristina


Por Carlos Polimeni. Miradas al Sur. Año 3. Edición número 154. Sábado 30 de abril de 2011






La presidenta ingresa a este recinto de techos altos, pintado con los colores de la patria, empujando una silla de ruedas. En esa silla de ruedas, una señora muy mayor mira hacia los costados, como si le costara creer que está dentro de la Casa Rosada. Al lado, el músico Gustavo Santaolalla la observa con ternura, como si de su madre se tratase. La señora de espaldas arqueadas que no pronuncia palabras pero tiene los ojos repletos de emoción se llama Doris. Todos los que la rodean este mediodía en la sede del poder político en la Argentina entienden de inmediato que es la viuda del artista plástico Ricardo Carpani. Ahora, con la voz cargada de emoción, habla Cristina, que está inaugurando el Salón de los Pintores y Pintoras del Bicentenario, en un ala de la Rosada que hasta hace poco estaba casi en ruinas. Saliendo del Salón, dos grandes cuadros del inconfudible Carpani presiden los descansos de la escalera que lleva hasta el tercer piso.
Todo lo que pasa esta mañana es emocionante y simbólico, como pueden atestiguar Pacho O'Donell, Gustavo Garzón, Soledad Silveyra, Leonardo Sbaraglia, Andrea del Boca, Esther Goris o Federico Luppi, entre otros que miran con respeto a esa señora como salida de un cuento de hadas o de un programa de dibujitos animados. Sin embargo, nada de lo que aquí ocurre aparecerá ni mañana, ni pasado, ni al día siguiente, ni la semana que viene en la prensa masiva, en los diarios de gran circulación, en las revistas de actualidad, en los programas de televisión. Que un Salón de los Pintores del Bicentenario se sume a los recientemente inaugurados Salón de las Mujeres Argentinas, de los Científicos, de los Patriotas Latinoamericanos, y de los Escritores y Pensadores no parece una noticia para lo que hoy se llama la prensa hegemónica. Y sin embargo, mal que les pese, lo es para la Historia.
Carpani, una figura central del arte político en la Argentina, ninguneado casi por sistema por los salones oficiales, algo habría hecho. Nació en El Tigre, cuando comenzaba la Primera Década Infame, en 1930, y murió en 1997, durante la Segunda. Pasó la infancia en Capilla del Señor y terminó sus estudios secundarios en el Nacional Rivadavia de la Capital Federal. Luego comenzó a estudiar abogacía, vocación que abandonó cuando decidió, con veinte abriles, probar suerte en París. Allí empezó a dibujar y pintar, además de conocer de cerca la vida bohemia de una ciudad que respiraba arte. Cuando regresó a Buenos Aires en 1952, estudió un año con el maestro Emilio Pettorutti y esa experiencia lo marcó a fuego. En el momento en que fundó el Grupo Espartaco, su compromiso con el destino de los desposeídos ya estaba sellado pero aún le faltaba convertirlo en obra. Esa obra iría precedida por una reflexión sobre el lugar del arte en un país como la Argentina.
Los otros integrantes del grupo fueron Juan Manuel Sánchez, Mario Mollari, Juana Elena Diz, Raúl Lara Torrez, Pascual Di Bianco, Carlos Sessano y Esperilio Bute. “Es evidente –decían los espartaquistas– que en nuestro país, a excepción de algunos valores aislados, no ha surgido hasta el momento una expresión plástica trascendente, definitoria de nuestra personalidad como pueblo. Los artistas no podemos permanecer indiferentes ante este hecho, y se nos presenta con carácter imperativo la necesidad de llevar adelante un profundo estudio del origen de esta frustración. Si analizamos la obra de la mayor parte de los pintores argentinos, especialmente de aquellos que la crítica ha llevado a un primer plano, observaremos como característica común el total divorcio con nuestro medio, el plagio sistematizado, la repetición constante de viejas y nuevas fórmulas, que si en su versión original constituyeron auténticos hallazgos artísticos, al ser copiados sin un sentido creativo se convierten en huecos balbuceos de impotentes”.
En algún sentido, Espartaco era a la pintura lo que el grupo Boedo había intentando ser a la literatura. O lo que el marxismo postuló para la historia de la filosofía: no sólo había que pensar y analizar la realidad, era necesario cambiarla.
Para Carpani, la verdadera misión de su generación era ayudar a crear una especie de conciencia nacional sobre el arte. Y cuando pensaba en lo nacional, en general pensaba en América Latina. “Una economía enajenada al capital imperialista extranjero no puede originar otra cosa que el coloniaje cultural y artístico que padecemos”, planteaba, con palabras del mismo vigor de su trazo. “La oligarquía, agente y aliada del imperialismo, controla directa o indirectamente los principales resortes de nuestra cultura, y, a través de ellos, enaltece o sume en el olvido a los artistas, seleccionando únicamente a aquellos que la sirven”. Embebido de las experiencias de los grandes muralistas mexicanos, del ecuatoriano Osvaldo Guayasamín y del brasileño Cándido Portinari, Carpani creyó a pie juntillas que su deber era generar un arte al servicio de los intereses populares, reflejando la lucha de los sindicatos, la dignidad de los pobres, la espera silenciosa de los desocupados. Sus figuras masculinas, fuertes y sólidas, como cinceladas en piedra, se convirtieron en un tópico argentino aunque su línea inicial de inspiración hubiese sido la estética de Miguel Angel, aquella vocación por homenajear la belleza del cuerpo humano. Al respecto, esta señora que en silla de ruedas mira incrédula lo que sucede a su alrededor, dijo una vez que su marido tuvo un especial cuidado en no retratar “los lados oscuros de la realidad”. Por eso “nunca pintó la tortura, ni al aldeano pobre y subsumido”. Eligió retratar “al hombre que está dispuesto a combatir, al hombre en lucha”. Carpani le daba importancia al muralismo bajo la certeza de que mientras en general los cuadros son disfrutados por pocos, los murales pertenecen a todos (o por lo menos a muchos).
Obras como Huelga, de 1958, el mural que pintó en 1961 para el Sindicato Obreros de la Alimentación (Trabajo. Solidaridad. Lucha) y sus potentes ilustraciones para el Martín Fierro son íconos en el desarrollo de su compromiso estético y político. Luego, sus ilustraciones presidieron el combativo diario de la CGT de los Argentinos, en el período en que Rodolfo Walsh fue su director, y engalanaron libros claves de Arturo Jauretche, leídos con fruición por muchos militantes, como recuerda la Presidenta mientras inaugura el salón. Ya era, a esa altura, leyenda: sus trazos poderosos habían quedado en la retina de millones de argentinos que tal vez nunca ingresaron a una muestra de arte. En los años más duros, se radicó en Madrid y tuvo la posibilidad de recorrer Europa y Estados Unidos, además de Cuba, México y Ecuador. Con el regreso de la democracia, se radicó otra vez en un país que lo castigaba con el olvido y trabajó en una notable series de grabados sobre escritores, el tango y los cafés. Tenía un sólido prestigio en el mundo de los combates políticos pero importantes problemas para vivir con dignidad y tranquilidad de su oficio. No se quejó, nunca, pero está claro que haberse comprometido hasta los tuétanos cuando otros eran serviles no les facilitó la vida a la hora en que los sacrificios personales deberían haber servido para el reconocimiento. A veces, la Argentina es un país injusto hasta la ofensa.
Eso dice Cristina para la Historia en el mediodía de abril que se lleva a cabo una ceremonia que jamás saldrá en la revista Gente. Una escalera al cielo de la Casa Rosada se llama como Ricardo Carpani. En él, sus cuadros, que es decir su estética, comparten un ámbito en el que hasta ayer fue natural que sólo dialogaran entre sí maestros como Fernando Fader y Benito Quinquela Martín. Espartaco, el esclavo que se rebeló contra el imperio, tenía razón: habría un futuro en que de a poco las cosas irían poniéndose en su justo lugar.

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